
A través de este diario analizaré las señales y los indicios, la piel flácida –aguada, dicen aquí- frente al espejo; y, sobre todo, las triquiñuelas que invento para soñar que aún puedo ser una joven promesa de las letras. Javier Marías, con sus magníficas “Vidas escritas”, contribuyó a mi obsesión. Al autor, me parece, le preocupa la edad: y cuántos años tenía él o aquél, Stevenson o Nabokov, el evidente Rimbaud o Henri James, cuando escribió esto o aquello. Me saltan todas las alarmas: treinta y nueve años y nueve meses ya es una edad tardía. En este momento, fabrico mis subterfugios: “Sí, claro, pero en el siglo XIX o a principios del XX, la esperanza de vida no era la de nuestros días. Cuarenta años de entonces son casi sesenta de ahora”. Así creo quedarme más tranquila. Me engaño.
Somerset Maugham en “Diez grandes novelas y sus autores” vuelve a la carga desde otra perspectiva. Para él, según colijo tras la lectura de su ameno volumen, más que la obsesión hispana por el tiempo que se escapa (“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” dixit Jorge Manrique), le inquieta la capacidad adquisitiva –o las deudas galopantes- de los autores: la fama versus el capital. Nuevo lamento: ¿por qué me tocó llegar a los cuarenta en tiempos de crisis económica y ruina cultural? ¿Por qué la crisis lo envuelve todo? Desde los ochenta me retumba un golpe bajo: “Malos tiempos para la lírica”. Pero entonces, yo era joven.
Ayer, por vez primera, me teñí alguna cana.
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