Pedro Contreras trataba de combatir el calor de agosto echando una siesta perpetua arrebujado entre las sábanas sucias y sudadas. No tenía ganas de levantarse. Le llegaba un hedor a aceite refrito del vecino ecuatoriano que le estragaba el alma. Le pareció que ese era el olor de la vida. Tan monótona, tan gris, tan llena de tiempos y horas y tardes muertas, tan sucia y a veces tan barata, como si nada progresara mientras sus músculos embotados y laxos eran incapaces de hacer que su cuerpo se incorporara, para dedicarse a alguna actividad que le hiciera deponer su hastío vital por cinco minutos... Se le agotaban los adjetivos existencialistas y se asqueaba de su turbio pesimismo cansino.
Qué poco se parece la vida a una obra de teatro, siempre tan llena de tiempos muertos, de gestos gratuitos, de situaciones injustificadas, de equívocos sin resolver, de deseos difusos y mezquinos, de objetivos inalcanzables, de palabras huecas y cháchara ruin, tan carente de tensión y progresión dramáticas, de personajes o siluetas estereotipadas tan planos y poco interesantes que parece que uno los hubiera parido, tan llena de finales cerrados y previsibles hasta la naúsea.
Definitivamente, el primero que tenía que haberse apuntado a un taller de Dramaturgia era Dios, que creó el mundo en seis días y así le salió.
Qué poco se parece la vida a una obra de teatro, siempre tan llena de tiempos muertos, de gestos gratuitos, de situaciones injustificadas, de equívocos sin resolver, de deseos difusos y mezquinos, de objetivos inalcanzables, de palabras huecas y cháchara ruin, tan carente de tensión y progresión dramáticas, de personajes o siluetas estereotipadas tan planos y poco interesantes que parece que uno los hubiera parido, tan llena de finales cerrados y previsibles hasta la naúsea.
Definitivamente, el primero que tenía que haberse apuntado a un taller de Dramaturgia era Dios, que creó el mundo en seis días y así le salió.
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