viernes, 31 de diciembre de 2010

FÁBULAS HUMANAS PARA ANIMALES DOMÉSTICOS



El cerdo rapsoda contaba a su audiencia:

Los seres humanos están tiranizados por rutinas del lenguaje y encorsetados por sempiternas fórmulas rituales. Se saludan, se despiden y se felicitan constantemente simulando buenas maneras…. y deben decir buenos días, buenas tardes, buenas noches, hola, qué tal, cómo andamos, tirando, que lo pases bien, hasta pronto, cariño, hasta lueguito, mi vida, que duermas bien, cielo, cuídate, felicidades, mamá, enhorabuena, tío, cuánto tiempo sin verte, tronco, qué alegría saber de ti, felices fiestas, buena entrada de año y otras mandangas formularias hasta la náusea… a pesar de que cuando dicen estas cosas deben vencer una cierta desazón rutinaria y mecanicismo lingüístico… y acaso se sientan igual que ante un mendigo que extiende una mano. Tanto si uno le da una limosna como si se la niega, uno siempre se acaba sintiendo mal.
Nosotros los cerdos que tenemos más capacidad de síntesis podemos resumir todas estas fórmulas aburridas y engorrosas en un gruññññññññññññññ festivo y elocuente.

Y todos los cerdos gruñeron complacidos.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

EL INICIADOR DE HISTORIAS


Tenía escritos más de mil principios de historias prodigiosas. Los escribía en cualquier sitio: su mano, la puerta de un retrete, en una servilleta grasienta y luego los pasaba a su cuaderno de colores. Normalmente esos principios fabulosos se le ocurrían en presencia de una mujer hermosa, que se sentaba en frente de él en el metro o el tren de cercanías. Ahora camino del Hospital tenía a una joven que se apartaba el flequillo arrubiado delante de un best-seller, y entonces escribió con su caligrafía borrascosa sobre la esquela de un periódico.
La mujer aplastó una mosca en el libro, y luego reparó en que eran las palabras, que cobraban vida propia y se convertían en monstruosos insectos.
En el hospital le hicieron esperar 20 minutos y pudo pensar en dos o tres principios de relato increíbles. Uno de ellos se lo inspiró una enfermera de andares distraídos que daba ánimo a las viejas con una voz tímida.
La enfermera Kapeck miraba al enfermo terminal con una rabia tranquila mientras le desenchufaba el último tubo de su boca y sus pulmones burbujeaban en busca de aire...
Cuando estuvo delante del oncólogo, un hombre robusto con la cara granulada, pensó que sus palabras eran como el principio de uno de sus cuentos.
-Para serle franco, Martínez, tenemos que decirle que la cosa se ha puesto más bien fea. La metástasis se ha extendido hasta el abdomen. Tendremos que aumentar las sesiones de quimio a partir de esta semana.
Volvía en el metro como si no se hallara en ningún sitio. Sus ojos rebotaban contra las caras adormecidas y graves de los viajeros. En frente se sentó una muchacha muy hermosa, pero le parecía que su hermosura no le producía ya esos ataques de ciega exaltación y violenta felicidad.
Sacó su cuaderno de microrrelatos o mejor de principios de historias. Leyó alguna.
Al mirarse en el espejo Martín Kapeck, advirtió en que uno de sus ojos le miraba con una lejanía culpable, como si le reprochara su último crimen.
Algunos de sus amigos le decían que esos principios estaban cargados de potencialidad creativa y que muchos eran joyas en sí mismos, pues incluían en dos líneas un nudo innecesario de desarrollar y una final muy sugerente. Su madre se había aprendido media docena de memoria y se los contaba entre sorbos de whisky aguado a sus amigas pacientes en sus partidas de cartas de los jueves. Incluso alguna vez había tratado de dormir a su sobrina de 7 años con sus minirrelatos, pero ella le miraba con serio pasmo infantil y le decía... ¿Y después qué pasa, tío? ¿Por que no me cuentas alguna vez un cuento con final?
Se acordó de Cris, su última novia, que había dejado hacía unos tres meses. La había conocido como a otras en face-book. Él le escribía cada día un principio de historia y ella le correspondía con dos o tres haikus voluntariosos. Hasta que se conocieron en persona. Ella le susurraba sus haikus cerebrales en la oreja y luego se la mordía con un voraz hormigueo salivoso. Mientras hacían el amor, ella le desgranaba un haiku detrás de otro entre jadeos ardorosos y sus jadeos contrastaban con la fría inanidad de los haikus. Ella siempre le pedía una opinión sobre cada uno de ellos y él siempre tenía a mano un gesto convincente de aprobación, que ella correspondía con un beso posesivo en su boca, que le acaba raspando el paladar horas después con un aroma áspero a tabaco negro. Un día borracha se desplomó sobre su regazo y le dijo. ¿Sabes, cariño, que pienso en haikus? Todo lo que me viene a la cabeza es en forma de haikus y es que no lo puedo remediar.... Y mientras sollozaba hilvanaba sus haikus insulsos uno detrás de otro entre gemidos dolientes que a él le producían una hastiante indiferencia. Ya se le habían gastado las muecas de aprobación.
Releía ahora algunos de sus principios de historias prodigiosas.
Escribió su nombre completo, Beatriz de Moura, encima de un hormiguero y las hormigas empezaron a devorar las letras de su nombre y apellido una a una....
o
Cuando Marcos Kapeck despertó de su sueño y miró por la ventana había desaparecido la casa de enfrente con su peluquería y su agencia inmobiliaria y en su lugar se erigía una selva llena de pigmeos desnudos y absortos que le miraban en silencio.
Apartaba asqueado la vista de ellos. Le producían una dolorosa aversión. Todos eran vacuos, estúpidos o efectistas. En realidad así había sido su vida. Compuesta de principios de historias que prometían mucho, pero no daban ni para un mal párrafo. Así había sido con sus amigos escritores que conocía en los blog literarios, en las tertulias de Lavapiés, o en sus trabajos fugaces de operario telefónico o profesor en Academias de idiomas.
Así habían sido sus amores baldíos. Las treintañeras tristes que había conocido en los chats y en las redes de Internet. Tras tomar sus primeros cafés de ilusión, y leerlas varios de sus inicios magistrales, luego se posaba entre ellos una nube gris y enrarecida, y si no era así y la cosa funcionaba en el primer encuentro, no iba más allá de la cuarta cita, tras una cópula desmañada. No había sido capaz desde que perdió a su primera novia en un accidente de mantener una relación con una mujer por más de tres meses.
Así eran su historias, tres líneas azarosas que escribía en cualquier lado, inspiradas por la belleza inasequible de una muchacha que compartía con él cinco o diez miserables minutos en el asiento del metro o el tren de cercanías.
El cuaderno se le cayó al suelo. Una mujer mayor se inclinó a recogerlo. Ella se lo puso en su regazo sin que él llegara a reaccionar como si fuera un animal muerto. Vio su propia sonrisa lastimera disolviéndose en el cristal del vagón, mientras sus ojos rebotaban en los viajeros y en el túnel oscuro.
En cambió el muy cabrón, sí que había escrito una historia poderosa e invisible. Tenía que haber aprendido de aquel hijo de la gran puta. De su discreción y modestia iniciales.
Su cáncer de hígado había ido tejiendo con una precisión, rigor y disciplina implacables un relato de enorme fuerza y violencia. Una novela de gran aliento, como las que él no se terminaba nunca.

jueves, 23 de diciembre de 2010

EN EL NOMBRE DEL FETO (MEMORIAS DE UN ESCRITOR FRUSTRADO)

MÚSICA PARA FOLLAR


Cuando el cabrón –con todos mis respetos– de Pota Muerta, eximio editor español de sobra conocido entre los acólitos del mundillo cultureta,

me recibió en su despacho cercano a la Gran Vía madrileña, con motivo de la posible publicación de mi segunda novela en su editorial, Lengua de Trasgo, lo primero que hizo fue mandar a uno de sus lacayos a comprar unas cervezas –de las verdecitas– a una alimentación china. A pesar de su estado de –evidente– ebriedad, entre él y su –no recuerdo el nombre– factótum se dedicaron a demoler mi humilde –pero digna– obra literaria, que comienza como sigue:


Mis oídos estaban más llenos que la vagina de una starlet del porno.


El tipo –verdadero descubridor de nuevos talentos–, que no había leído ni la primera línea de la novela, abrió el fichero en su ordenador y, con la enorme pantalla delante, comenzó a destriparla echando ojeadas aquí y allá como el buen cubero, que tasa a ojo el peso de una arroba de judías. Comenzó –como se suele comenzar– por el principio, es decir, la frase de marras, que yo había situado en ese punto con la –evidente– intención de epatar al lector, de abrirle el gusanillo por decirlo de alguna manera.
Pota Muerta, al que no se le pasó por alto el truquillo, hizo vibrar sus rizos como los calamares de pega hacen vibrar sus tentáculos, preludiando una de sus eximias declaraciones: ¡Pero hombre –es cierto, soy un hombre–, se te ve demasiado el plumero! Esas fueron sus palabras exactas: se te ve demasiado el plumero. Yo, que no sabía a lo que se estaba refiriendo y me hallaba a la expectativa, sonreí estúpidamente. ¿A qué te refieres? Él, ajustándose las gafas de culo de vaso al entrecejo, perfiló un ademán sutil con sus dedos sobre la barba, apenas un rudimento de semana y media, y me dirigió una mirada sarcástica. Pues porque estás matando moscas a cañonazos, hombre –soy, es cierto, un hombre–. Y prosiguió su ínclito razonamiento: mira, chaval –de un plumazo me había degradado en el escalafón–, en esto de la LITERATURA, los escritores suelen utilizar anzuelos, pero es que el tuyo es demasiado evidente. Anda, mira, mira alguno de los libros que he publicado, para que veas lo que es un anzuelo que no se nota.
Y me sacó tres o cuatro libros, en uno de los cuales la primera frase era un guión de diálogo seguido de un: Cállate. ¿Ves?, me dijo, ¿ves cómo empieza? En la primera línea le manda callar al lector, ¿no te parece genial? Hombre, titubeé, pues supongo que sí, es ingenioso. Él asintió, dándole un sorbo más que amplio a su lata. Claro, y mira este otro. Y me enseñó otro libro, en el cual Había la siguiente secuencia:

¿Entonces?
Entonces sí.
¿Sí?
Sí.
Sí.
¿Vale?
Claro que sí.
Sí.
Que sí.
Vamos.
Vale.
Vale.


Yo me quedé estupefacto, con el libro entre las manos, abierto como la vagina de una starlet del porno, y Pota Muerta me miró con una expresión interrogativa o dubitativa, no sabría cómo definirla, y luego miró con desprecio a su factótum, que sonreía estúpidamente, y yo miré al factótum y él me miró a mí y todos nos miramos, en definitiva, sin saber qué estaba pasando por la cabeza de los demás. Y yo intuí –ahora se me antoja– que Pota Muerta estaba vanagloriándose de sus juicios, que el factótum sospechaba que Pota Muerta pronto estaría lo bastante borracho para invitarle a cenar en un italiano de la calle Libertad, y yo me maravillaba de cómo un tipo así podía decidir sobre la carrera artística de tipos como yo. Pensaba, para ser más exactos, en que Pota Muerta debió de ser en algún momento un tipo honrado, uno de esos jóvenes con ideas innovadoras que por falta de talento terminan siendo agentes o productores o editores, y cómo la indecencia se había ido apropiando de aquel hombre joven lleno de ideas y energía hasta convertirlo en el cefalópodo embriagado que tenía delante, que basaba la literatura en trucos y que no se leía las novelas antes de hablar con los autores.
¿Ves?, me dijo, y yo lo que es ver, no he visto demasiado bien nunca, sobre todo desde que me diagnosticaron una enfermedad congénita –suena a genital– en la retina, no obstante inspiré y le devolví el libro animándole a continuar, y él dijo: ¿Ves cómo una idea original puede ser un buen comienzo, siempre que no se exagere? Y yo me pregunté qué idea original había en aquel inicio, aparte de la de no contar nada de nada en las once primeras líneas, y entonces Pota Muerta se recostó, le dio otro trago a su lata y soltó algo parecido a: ha jugado con las expectativas del lector. Eso dijo, y luego afirmó que un buen novelista siempre jugaba con las expectativas del lector, como un buen amante, eso aseguró, un buen amante con el que una tía no sabe nunca cómo va a continuar el asunto, ¿me explico? Eso dijo, y yo me imaginé la figura gordinflona de Pota Muerta sobre una de sus lectoras, sobre una de sus secretarias, sobre la espalda del factótum, sobre el esqueleto de un antílope, y decidí marcharme enseguida pero no lo hice.
Pota Muerta siguió leyendo. Yo bebí un sorbo de mi cerveza, el factótum comentó lo frías que estaban siendo las tardes últimamente, y luego me dijo que la lectora de mi novela había ido a su mesa de fámulo principal para señalarle la primera línea, esa de la starlet del porno, aunque no sé bien si quería decirme que a ella le gustó o que no le gustó, o que le pareció un truco facilísimo, o que a él le pareció un truco facilísimo o que le gustó o no, lo cierto es que Pota Muerta interrumpió nuestra plática. Bueno, el primer capítulo no me parece demasiado potente para comenzar el libro –tras hojearlo durante dos minutos y medio–, así que pasemos al segundo.
Pota Muerta leyó el comienzo del segundo capítulo y se echó a reír. Luego señaló el ordenador y dijo: mira, ésto tiene su gracia. Podíamos comenzar el libro por aquí. Y leyó en voz alta:
¿Quién no sabe lo que haría si acertase una quiniela, si fuera más alto, si tuviera el pelo rubio y los ojos azules o una polla de treinta centímetros? Pero nadie parece saber bien qué hacer con lo que tiene entre manos.



Pota Muerta sentenció: esto no se nota tanto, es más sutil. Y el factótum estuvo de acuerdo. Y yo no dije nada porque me estaban entrando ganas de vomitar. Luego Pota Muerta –de ahora en adelante P. M.–, tras haber decidido por dónde comenzaría mi novela, señaló: ahora vamos a echarle un vistazo global. Y tiró de avance de página hasta que encontró una palabra que le llamó la atención, en concreto el vocablo jazz y leyó lo que ponía y le pareció una mierda de juicio, porque yo decía que el jazz era una música negra o de raíz negra y él sabía de sobra –porque había sido músico de sesión– que el jazz era una música en la que había habido negros muy buenos, sí, pero que habían inventado los blancos. Entonces el factótum levantó la mano como un niño aplicado que se dirige a su profe y cuestionó la afirmación con la misma sonrisa sibilina de siempre, y Pota Muerta se rascó los rizos, al borde de un estallido de cólera, para pedirle que si no sabía de algo que por favor mantuviese la boca cerrada, porque el blues o el gospel o el rock 'n' roll sí que podían tener una raíz negra, pero que el jazz era harina de otro costal, porque una cosa era el color de piel de Miles Davis o de Charlie Parker o de Oscar Peterson o de Louis Armstrong o de Nina Simone o de Billie Holliday y otra muy distinta que ellos hubieran creado el jazz, y el factótum replicó con un tono bajísimo –de reptil o de lombriz o de larva de mosca–, que al menos reconociera que los negros habían sido los mejores intérpretes de jazz a lo largo de los tiempos y que eso TENÍA que significar algo, a lo que Pota Muerta saludó con una carcajada, tachándole de ignorante, porque si él no conocía a músicos blancos, amarillos o indios de jazz no significaba que no los hubiera, y dijo que Tete Montoliú había hecho tanto por el jazz moderno como el mismísimo Thelonious Monk. Y después de aquello, P. M. bebió lo que quedaba de su cerveza y le ordenó al factótum que bajara a por otras tres al chino de abajo, y el factótum se fue y volvió y P.M. continuó demoliendo mi novela con extractos que sacaba de aquí y de allá, que si esto es mentira, que si esto es infantil, que si esto está mal escrito y la crítica nos va a dar candela por el culo, eso dijo, porque los críticos eran una panda de cabrones que confundían un idiolecto con una mala escritura, aunque mi idiolecto, según su juicio –y él se manifestaba a favor de las innovaciones lingüísticas, que quedase claro– estaba muy cerca de una escritura deficiente y me preguntó qué tenía yo que declarar al respecto.


Y yo le dije que lo único que sabía era que el reggae era la mejor música para follar, y P.M. se quedó callado, como si no pudiese creer que le estuviese contestando aquello a su sencilla pregunta, mientras el factótum se reía a escondidas, tapándose la boca, una sorda venganza contra su jefecillo de pacotilla, aquel tipo que se lo follaba a él y a un esqueleto de antílope en mis pensamientos, y P.M. reconsideró lo que le estaba diciendo y buscó reggae en mi novela y leyó lo que ponía y despachó la cerveza, asegurando que jamás había oído nada parecido. El factótum me preguntó si lo había experimentado en mis carnes y yo le dije que no, que me lo había dicho un rastafari puesto de maría hasta las cejas en San Francesc de Formentera, con la firme convicción de las propiedades afrodisíacas de todo lo que rodease a su cultura jamaicana, y que me había hecho tanta gracia que lo puse en la novela.
A renglón seguido me levanté, tendí la mano a ambos, y me largué del despacho, escuchando la voz de P. M. inquiriéndole a su factótum qué mosca me había picado, caminé unos pasos y me quedé quieto en mitad de la penumbra, pues salvo el despacho de P. M. el resto de las estancias de la editorial estaban a oscuras. Por nada del mundo hubiera apelado a P. M. o a su servicial criado –uno tiene su orgullo–, así que escuché el silencio que se instalaba en el despacho de P. M., escuché un sonoro eructo que no supe si atribuir a uno o al otro, me desplacé a pasitos cortos con las manos extendidas –émulo de Frankenstein, de la Momia, de los muertos vivientes– y antes de franquear el último umbral oí al factótum que interpelaba a P. M. con su voz de hippie bienintencionado. Al principio creí que le iba a decir que había estado grosero conmigo, que así no se trataba a los jóvenes autores –él también era joven–, pero sólo alzó su voz aún más humillada que de costumbre para recordarle al eximio P. M. –gurú de la literatura novedosa en castellano, shogum de los inicios con anzuelo, perito en raíces musicales de las corrientes modernas–, que aún no le había pagado ni un maldito euro de las seis cervezas Heineken que ha´biamos consumido aquella noche.
El feto Malayo

lunes, 20 de diciembre de 2010

TALLER LITERARIO FLAUBERT



Escribir es rehusar que decía el bueno de Flaubert, el eximio novelista francés, que se documentaba escrupulosamente para describir a un loro o hasta cuando le daba un ataque de hipo a uno de sus personajes. Piense hasta qué punto hubiera variado la obra de muchos autores de nuestra época, si aplicaran, sensu estrictu, el principio de Flaubert, y si no se hubieran dedicado a otra cosa, (después de tachar una a una todas sus frases de sus cuarenta novelas históricas o de género negro), a cosas con menos rumbo y glamour, como abrir una tienda de bombones, un mercadillo de filatelia o regentar un quiosco en un barrio noble de la ciudad. Esta empresa sigue pensando que es bueno que haya escritores de tercera y cuarta fila para que se acaben notando los que son buenos de verdad.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Haztemilla. El club de los suicidas sin público



Decía Oscar Wilde que la tragedia de los otros siempre tiene algo de ridículo para los demás. Esta frase le inspiró al eximio escritor inédito, Pedro Contreras, el siguiente cuentecillo macabro.
Un hombre de edad mediana, de estatura mediana, y de peso mediano, y casi todo mediano, se tiró a la vía del tren para que este le arrollara no con mediano éxito precisamente. Una señora que iba de pie, algo agobiada, dijo resoplando:

-Vayas horitas de tirarse que tienen algunos. Se me van a pegar las lentejas.

Hay algunos suicidas aguafiestas que tienen tan mala suerte de provocar el fastidio instantáneo en los demás, cuando deciden tirarse a la vía del tren en horas puntas. Todo suicida debería saber que si hay una fuerza que mueve o paraliza el mundo es la indiferencia de los otros .

viernes, 10 de diciembre de 2010

HAZTEMA. REQUILORIOS GRAMATICALES O LA INUTILIDAD DEL CONOCIMIENTO




Luis Landero arremete en sus artículos, con su sabiduría algo escéptica de antiguo profesor de secundaria, contra los nuevos planes de estudio en donde se enseña mucha lengua, muchos requilorios gramaticales, dice literalmente, y cada vez menos literatura, como si esta se hubiera convertido en la cenicienta del sistema o mejor dicho en la Cantante Calva de Ionesco, que como saben los que la han leído, nunca aparece.
Y encima todos estos conceptos y artilugios gramaticales no sirven para comprender las bellezas y los epítetos tan bien puestos de las églogas de Garcilaso, la inefabilidad mística de San Juan, las metáforas audaces de Lorca, el humor iconoclasta de Valle-Inclán o las sutilezas narrativas del Quijote. Los alumnos aprenden a reconocer los suplementos y los complementos en una oración, con la misma inercia mecánica que reconocen los rosetones o los pináculos en una filmina de una catedral, o a despejar la incógnita en las ecuaciones de segundo grado o a completar un silogismo... pero luego cualquier novela del XIX por entretenida y amena que sea se les cae de las manos por su propio peso.
Y tiene razón Luis Landero en reconocer que el maldito y escurridizo suplemento no sirve para nada en esta vida, solo para darse el gustazo de reconocerlo, y reconocer que uno lo reconoce por las buenas, a golpe de luminosa intuición, como a otros se les aparece la virgen.... En fin que uno no va a ser más feliz ni va a entender mejor el lenguaje de los políticos, plagado de suplementos, por otro lado .
A veces los medios y procedimientos académicos se convierten en un triste fin en sí mismo como una pescadilla que se muerde la cola o como un contorsionista de circo, que pudiera sorber su propio orto durante horas.
¡¡Cuanta obscenidad infundada, madre mía, que no inutilidad vacua, se encierran en los programas académicos!!

miércoles, 8 de diciembre de 2010

TALLER LITERARIO LA CATARSIS ALMORRANERA




Los dramaturgos de nuevo cuño han revolucionado el concepto de catarsis, les explicaba, Pedro Contreras, en su taller el papel en blanco... pues antes esta se incluía en el plano de la trama, pero ahora, como ya apenas existe trama ni acción ni argumento ni mandangas en vinagre... la catarsis está en el plano formal. ¿Me siguen?
-A medias-opuso una de las viudas de guerra.
Pues mire Romualda.... la catarsis eso que debe producir horror y piedad y náuseas metafísicas a los espectadores, y dejarles con mal sabor de boca, ya no está en lo que se cuenta, en que un hijo se acueste con su padre o una mujer se suicide por no poder enterrar a su hermano como Dios manda, porque en las obras de hoy ni hay muertes ni suicidios, ya que los personajes no se levantan la voz....ni cuando se pegan un golpe con una ventana, porque tampoco hay ventanas... así que el horror, la piedad y la compasion y la náusea metafísica, se infiere de las pajas mentales y formales, con que experimentan los autores para desafiar a su publico y dejarles KO en el intento. O en cualquier caso en sobrevivir a la dureza de la butaca y los crujidos de varios culos inquietos y escasamente receptivos. La catarsis hoy es igual a tener un callo en el culo o una almorrana estoica y especialista en el arte de la ataraxia. ¿Lo entiende ya?
-Estoy en ello.
-Para ponerle un ejemplo pedestre. Es como si usted nos contara las circustancias de su viudedad y a nosotros no nos diera pena en absoluto por el hecho en sí, sino por la poca gracia con que lo cuenta. ¿Ya lo coge?
-Me temo que sí.
-Bueno, pues no se lo tome a mal ni por lo personal, que era un ejemplo inocente.

lunes, 6 de diciembre de 2010

TALLER LITERARIO POÉTICA DE LA MOSCA COJONERA



En un museo de provincias todos los cuadros, consolas, alfombras, tapices, búcaros, y demás enseres eran descritos por una guía madura, como objetos con mucho carácter.
La empresa admira esa capacidad de síntesis de los guías de arte y a veces se siente abrumada por las mil matizaciones sutiles de los teóricos y críticos literarios. ¿¿¿Para cuándo una etiqueta tan sustanciosa y abarcadora para describir un poema, una comedia de enredo, o un relato metaliteraio.??? Es un poema surrealista con mucho carácter, se podría decir, o una adaptación de Hamlet con mucho carácter o un microcuento con mucho carácter, etiqueta que no dejaría insatisfecho ni a los lectores ni al autor, ni mucho menos a esta empresa, a la que le aburren hasta los tuétanos, ya, los tiquimiquis estilítiscos, florituras psicoestéticas y melindres sociopragmáticos, que se les busca a las obras literarias y la legión de Harold Blooms que le salen a Shakespeare o al Quijote como una manada de moscas cojoneras zumbándole las pelotas a un toro salvaje. (La empresa casi lamenta a veces la ramplonería rampante de sus metáforas zoológicas, aunque promete revisarlas en futuras ediciones, para ver si siguen encajando o se quedan obsoletas y se caen como brevas maduras por su propio peso.)

sábado, 4 de diciembre de 2010

HAZTEMA BORGES Y MARADONA




Cuando le preguntaron al gran Borges, qué opinaba de la estrella futbolística Diego Armando Maradona, contestó sin ambages:
-¿Y ese pibe quién es?
Algo parecido le sucedió a Maradona, cuando le preguntaron por Borges:
-Sabés que me suena cantidad ese pibe. Una mina que tuve no hacía más que hablar de él como loquita... así...como si se le fuera la vida en ello.
Las dos personas más famosas de Argentina se ignoraban olímpicamente o pretendían ignorarse. Dicen los filósofos que la ironía es el arte de simular lo que se conoce.
Cosa que a los argentinos, en general, no les viene por vía congénita. Pues les cuesta callarse lo mucho que saben de los misterios de la vida, por eso las sobremesas en Buenos Aires duran siete horas y la de la comida se te junta con la de la cena.
En España, de nuestros políticos, artistas de toda índole, gentes del espectáculo, y grandes comunicadores, debemos pensar que son anti-irónicos por naturaleza, que no están dotados para la ironía, pues no disimulan lo que saben, sino lo peor de todo, hacen ostensible todo lo que no saben, aunque hablen de ello como si lo supieran.
Así que lo contrario de ironía, a juicio de esta empresa, vendría a ser la palurdez exhibida sin pudor ante las masas adormecidas.