miércoles, 29 de diciembre de 2010

EL INICIADOR DE HISTORIAS


Tenía escritos más de mil principios de historias prodigiosas. Los escribía en cualquier sitio: su mano, la puerta de un retrete, en una servilleta grasienta y luego los pasaba a su cuaderno de colores. Normalmente esos principios fabulosos se le ocurrían en presencia de una mujer hermosa, que se sentaba en frente de él en el metro o el tren de cercanías. Ahora camino del Hospital tenía a una joven que se apartaba el flequillo arrubiado delante de un best-seller, y entonces escribió con su caligrafía borrascosa sobre la esquela de un periódico.
La mujer aplastó una mosca en el libro, y luego reparó en que eran las palabras, que cobraban vida propia y se convertían en monstruosos insectos.
En el hospital le hicieron esperar 20 minutos y pudo pensar en dos o tres principios de relato increíbles. Uno de ellos se lo inspiró una enfermera de andares distraídos que daba ánimo a las viejas con una voz tímida.
La enfermera Kapeck miraba al enfermo terminal con una rabia tranquila mientras le desenchufaba el último tubo de su boca y sus pulmones burbujeaban en busca de aire...
Cuando estuvo delante del oncólogo, un hombre robusto con la cara granulada, pensó que sus palabras eran como el principio de uno de sus cuentos.
-Para serle franco, Martínez, tenemos que decirle que la cosa se ha puesto más bien fea. La metástasis se ha extendido hasta el abdomen. Tendremos que aumentar las sesiones de quimio a partir de esta semana.
Volvía en el metro como si no se hallara en ningún sitio. Sus ojos rebotaban contra las caras adormecidas y graves de los viajeros. En frente se sentó una muchacha muy hermosa, pero le parecía que su hermosura no le producía ya esos ataques de ciega exaltación y violenta felicidad.
Sacó su cuaderno de microrrelatos o mejor de principios de historias. Leyó alguna.
Al mirarse en el espejo Martín Kapeck, advirtió en que uno de sus ojos le miraba con una lejanía culpable, como si le reprochara su último crimen.
Algunos de sus amigos le decían que esos principios estaban cargados de potencialidad creativa y que muchos eran joyas en sí mismos, pues incluían en dos líneas un nudo innecesario de desarrollar y una final muy sugerente. Su madre se había aprendido media docena de memoria y se los contaba entre sorbos de whisky aguado a sus amigas pacientes en sus partidas de cartas de los jueves. Incluso alguna vez había tratado de dormir a su sobrina de 7 años con sus minirrelatos, pero ella le miraba con serio pasmo infantil y le decía... ¿Y después qué pasa, tío? ¿Por que no me cuentas alguna vez un cuento con final?
Se acordó de Cris, su última novia, que había dejado hacía unos tres meses. La había conocido como a otras en face-book. Él le escribía cada día un principio de historia y ella le correspondía con dos o tres haikus voluntariosos. Hasta que se conocieron en persona. Ella le susurraba sus haikus cerebrales en la oreja y luego se la mordía con un voraz hormigueo salivoso. Mientras hacían el amor, ella le desgranaba un haiku detrás de otro entre jadeos ardorosos y sus jadeos contrastaban con la fría inanidad de los haikus. Ella siempre le pedía una opinión sobre cada uno de ellos y él siempre tenía a mano un gesto convincente de aprobación, que ella correspondía con un beso posesivo en su boca, que le acaba raspando el paladar horas después con un aroma áspero a tabaco negro. Un día borracha se desplomó sobre su regazo y le dijo. ¿Sabes, cariño, que pienso en haikus? Todo lo que me viene a la cabeza es en forma de haikus y es que no lo puedo remediar.... Y mientras sollozaba hilvanaba sus haikus insulsos uno detrás de otro entre gemidos dolientes que a él le producían una hastiante indiferencia. Ya se le habían gastado las muecas de aprobación.
Releía ahora algunos de sus principios de historias prodigiosas.
Escribió su nombre completo, Beatriz de Moura, encima de un hormiguero y las hormigas empezaron a devorar las letras de su nombre y apellido una a una....
o
Cuando Marcos Kapeck despertó de su sueño y miró por la ventana había desaparecido la casa de enfrente con su peluquería y su agencia inmobiliaria y en su lugar se erigía una selva llena de pigmeos desnudos y absortos que le miraban en silencio.
Apartaba asqueado la vista de ellos. Le producían una dolorosa aversión. Todos eran vacuos, estúpidos o efectistas. En realidad así había sido su vida. Compuesta de principios de historias que prometían mucho, pero no daban ni para un mal párrafo. Así había sido con sus amigos escritores que conocía en los blog literarios, en las tertulias de Lavapiés, o en sus trabajos fugaces de operario telefónico o profesor en Academias de idiomas.
Así habían sido sus amores baldíos. Las treintañeras tristes que había conocido en los chats y en las redes de Internet. Tras tomar sus primeros cafés de ilusión, y leerlas varios de sus inicios magistrales, luego se posaba entre ellos una nube gris y enrarecida, y si no era así y la cosa funcionaba en el primer encuentro, no iba más allá de la cuarta cita, tras una cópula desmañada. No había sido capaz desde que perdió a su primera novia en un accidente de mantener una relación con una mujer por más de tres meses.
Así eran su historias, tres líneas azarosas que escribía en cualquier lado, inspiradas por la belleza inasequible de una muchacha que compartía con él cinco o diez miserables minutos en el asiento del metro o el tren de cercanías.
El cuaderno se le cayó al suelo. Una mujer mayor se inclinó a recogerlo. Ella se lo puso en su regazo sin que él llegara a reaccionar como si fuera un animal muerto. Vio su propia sonrisa lastimera disolviéndose en el cristal del vagón, mientras sus ojos rebotaban en los viajeros y en el túnel oscuro.
En cambió el muy cabrón, sí que había escrito una historia poderosa e invisible. Tenía que haber aprendido de aquel hijo de la gran puta. De su discreción y modestia iniciales.
Su cáncer de hígado había ido tejiendo con una precisión, rigor y disciplina implacables un relato de enorme fuerza y violencia. Una novela de gran aliento, como las que él no se terminaba nunca.

1 comentario:

  1. Pa que veas que te leo, marica -soy yo, sí-, te pongo este comentario. Está bien la idea de los inicios, pero lo del hígado es innecesario. No busques nada en el relato, pequeño saltamontes. No hay sentido. Leer a Chéjov. Lee a Carver. Lee un cuento cojonudo que se llama El gordo Wilson. Ah, y gracias por esos principios de historias universales terjiversadas en tu comentario, a ver si PM descubre que no hay nada nuevo bajo el sol -Deus dixit in Eclesiastes,1,5-. Por Tutatis. Por Belcebú. Por Antíoco. Por Arquíloco de Samos. Por Agamenón y por la calabaza Ruperta. Amén.

    MAL AYO

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