lunes, 21 de diciembre de 2009

BOLAÑO'S EMULATIO (y III)


Me mira y a veces parece que me sonríe, pero no lo hace, sólo que sus ojos sí me sonríen, con ese brillo ardiente que tiene el deseo cuando hace calor y los hombres son observados por mujeres de nariz aflautada que sienten deseo hacia ellos pero no se atreven a sonreir. Entonces comprendo que ella es mi novia, o que yo la concibo ya como tal, y que a pesar de haberla conocido hace tan sólo unos días, unas semanas, unos meses, la amo. Antes de volverme, sin embargo, puedo ver que en sus ojos hay un brillo acerado, una conmiseración amarga bajo el velo de atracción, y pienso –por primera vez pienso– que quizás su mirada no fuera dirigida a mí sino al otro hombre, a ese grandullón rubio que se acoda junto a mi butaca y que dentro de poco voy a describir.
La otra mujer dice algo. Es una tontería, un comentario fuera de lugar sobre una canción caribeña muy movida que habla de celos y de traición y de calor en las entrañas. La mulata tiene los labios muy grandes y los ojos redondos. El escote amplio deja al descubierto unos pechos con la forma de pipas de girasol peladas, con la punta hacia abajo, muy, muy grandes. Son pechos que hierven al son de una música extraña, tan ajena a las mujeres de mi país, tan frías y con las tetas más pequeñas, con forma de frutos diferentes, como pipas de calabaza o limones o manzanas o melones cuando son grandes, pero nunca pipas peladas de girasol o granos de maíz. La otra mujer ha dejado de mirarme, lo noto, y justo entonces siento la mirada del tipo que tengo a mi derecha.
Es rubio, con la mandíbula enorme y los ojos neblinosos de los borrachos malintencionados. Sin embargo, no está borracho. Ahora me mira con descaro y dice algo sobre la canción que me atañe, algo así como "el gallego no captó la jugada", o "el gallego no sabe de cartas", o "el gallego simplemente es idiota". Y hubiera dado igual lo que el otro tipo hubiese dicho, porque siento que hace tiempo que le tengo ganas y lo miro con asombro, como si no hubiese podido o no supiese escuchar a alguien cuando me insulta de forma tan súbita, tan irremediable, tan gratuita.
Entonces el rubio me da una cachetada en la cara, algo que quiere aparentar ser cordial y en realidad es una amenaza, un chantaje, una burla nefasta que me reduce al rango de un niño ante el resto de los presentes, que son mujeres y me miran con una mezcla de divertimento y compasión, y entiendo que lo que quiere decirme el muy cabrón es que la chica de nariz aflautada lo deseaba más a él que a mí, y entiendo que su burda boca ha recorrido su cuerpo antes que yo, entremedias de mí y justo después, en una traición que no tiene nombre y que los tres –la chica india, la negra y el rubio de barbilla elefantíaca– comparten, y comprendo que lo que hubiera podido resultar una noche de frágil continuación de la burla terminará como el rosario de la aurora.
No obstante, opto por callarme, por mantener un silencio que me transforma automáticamente en un verdadero idiota, en un necio que no sabe si lo es o si sólo lo finge, porque a veces el criterio de los demás pesa tanto que vuelca la realidad hacia un punto u otro de la balanza. De modo que sonrío, le tomo de la mano y le tiro el contenido de mi vaso de ron a la cara, sin más. Me sale de pronto, un gesto fulminante que provoca un bufido del rubio y sus ojos cerrándose en un reflejo protector de la ola que se le viene encima, un reflejo que llega demasiado tarde porque para cuando los cierra el alcohol ya ha entrado en sus ojos y sutura sus córneas como un ácido.
Mis sienes se estiran hacia abajo o hacia los lados, mi frente se crispa en un movimiento autónomo que cimenta todo mi ser, una rabia incontenible que me hace heredero de los matones de barrio, de los macarras brutales, de los verdugos del medievo, y de un rodillazo lo planto en el suelo, toda su enorme anatomía desplegada sobre el suelo del lugar, que podría ser un bar madrileño o un restaurante de lujo o un pub londinés pero que sólo es una terraza que linda con la selva, un sitio remoto al que no ha llegado del todo la civilización porque se iba quedando por los rincones de los caminos. Y entonces SIENTO que ha llegado el momento de hacerlo.
Poseído por una fuerza inhumana, aprieto el vaso entre mis manos y le descerrajo uno, dos, tres golpes que lo van tiñendo de sangre, un líquido bermejo que se va derramando por todos lados, que salpica y hace gárgaras y burbujas en su tráquea destrozada, en su pecho abierto, en sus manos bestiales que no alcanzan a encontrar su presa y terminan por agotarse en el aire, asfixiadas por ese mismo líquido que debía nutrirle, que lo alimentaba y lo hinchaba como un globo de rubia radiación.
Finalmente, me iergo sobre su cuerpo macerado por los golpes, sin escuchar los gritos de las mujeres, a medias satisfecho de mi reacción y a medias avergonzado, un poco tembloroso y aún tenso, jadeante, me vuelvo hacia ellas y dejo caer el vaso, sabedor de que lo único que me resta por hacer es huir, alejarme hacia esa selva que me espera, que ruge en mi interior y que jamás, en el fondo, ha sido domesticada.
El feto Malayo

3 comentarios:

  1. Mi reacción -y las de mis personajes, si existen- hubiera sido retirarse con elegancia; pero este personaje, afortunadamente, no es como yo. Deja libre su animalidad...
    Está bastante bien, feto-malayo.

    Santi

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  2. Gracias, hombre.

    El Feto Malayo

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