En las ramas artísticas se produce un hecho que no creo que se repita en ningún otro campo profesional. Los encargados de velar por los intereses de los artistas son o fueron o querrían haber sido, en su mayoría, artistas también. Me centraré en el mercado –utilizo la palabra a conciencia– de la literatura, que conozco con cierta precisión, y tomaré uno de los muchos satélites que orbitan en torno a las creaciones que nosotros producimos. Por ejemplo, los críticos. No vean en mi argumentación motivos de índole revanchista, aunque podría haberlas, pero trataré de ser objetivo en todo momento. Un crítico ama la literatura, ¿no es cierto? Y lo más probable es que, como cualquier otro mortal, haya garabateado cientos o miles de líneas con un afán artístico en algún momento de su vida. Es difícil sustraerse a lo que uno ama. Y más todavía ver cómo el objeto de nuestra pasión florece en otras manos. Dependemos, pues, de artistas frustrados que no consiguieron o no tuvieron el talento suficiente, y que se quedaron en el estudio, en la comparación, en la pasividad activa del que escribe textos vicarios de otros textos.
Por no hablar del mundo de las editoriales, pandemónium en el que se funden todas las virtudes y los defectos propios de la toma de decisiones con un fin mercantilista. Lo que sucede es que el arte, el ARTE, es un terreno resbaladizo en el que lo que hoy no es válido, mañana causa furor. Lo que un editor desprecia, otro lo alaba. Lo que un gusto maximiza hasta la genialidad, otro lo denosta como plagio. Y si a esto le sumamos que casi todos los que trabajan en las editoriales –desde el empresario hasta el último lector de la cadena– suelen haber tenido o tienen o quisieran haber tenido veleidades artísticas, nos encontramos ante un conjunto de seres que sufren del mismo mal de los críticos y, en el fondo, envidian a los que deben servir.
Si comparamos esta situación con la de otros profesionales, veremos la irracionalidad de la escena que nos ocupa. El constructor de una edificación no quisiera ser su propio comprador y, desde luego, no tiene por qué envidiar a sus clientes. El banquero no es un ahorrador frustrado. Y, en definitiva, cualquier profesional que se precie no trabaja envidiando a su clientela, la que precisamente le da de comer. Sin embargo, críticos, profesores de literatura, editores, lectores por encargo, correctores, y toda la gama de puestos que rodean a un escritor, se acercaron a este mundo –en una gran mayoría– atraídos por el prurito de devenir, si fuera posible, en escritores o en artistas. Pero como el que no se dedica a una sola cosa, no suele tener éxito –salvo casos rarísimos como David Bowie o Richard Branson, el propietario de Virgin–, terminan por engrosar la infinita lista de los artistas frustrados o poco talentosos o, simplemente, cobardes, y en el fondo de sus almas –de sus benditas e inocentes almas– albergan un resentimiento visceral contra el mismo mundo al que idolatran y contra las personas para las que trabajan, que somos los artistas. Lo cual genera muchísimos problemas de toda índole, entre ellos que sea tan difícil para un autor novedoso hacerse valer, y sobre todo si posee ideas rompedoras y talento, porque lo que menos se perdona en este país es que alguien tenga talento pero carezca de los soportes sociales para demostrarlo.
Esta guerra secreta del mundo literario –del arte en general– contra la propia literatura –contra el propio arte– ha hecho mucho daño, y continuará haciéndolo, pues la lógica de los acontecimientos indica que todo seguirá por el mismo camino por los siglos de los siglos.
EL FETO MALAYO
También los críticos dicen que todo escritor lleva un crítico frustrado dentro que como no es capaz de analizar el mundo con argumentos sólidos se refugia en las arenas movedizas de la ficción. El día que en la Facultad de Filología Hispánica, como las cabras, yo descubrí que me gustaba más el libro de Lázaro Carreter sobre el lazarillo de Tormes que el propio Lazarillo, me di cuenta que había culminado mi proceso de degradación y que me iba a convertir al terminar la carrera, en un erudito analfabeto funcional.
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