MÚSICA PARA FOLLAR
Cuando el cabrón –con todos mis respetos– de Pota Muerta, eximio editor español de sobra conocido entre los acólitos del mundillo cultureta,
me recibió en su despacho cercano a la Gran Vía madrileña, con motivo de la posible publicación de mi segunda novela en su editorial, Lengua de Trasgo, lo primero que hizo fue mandar a uno de sus lacayos a comprar unas cervezas –de las verdecitas– a una alimentación china. A pesar de su estado de –evidente– ebriedad, entre él y su –no recuerdo el nombre– factótum se dedicaron a demoler mi humilde –pero digna– obra literaria, que comienza como sigue:
Mis oídos estaban más llenos que la vagina de una starlet del porno.
El tipo –verdadero descubridor de nuevos talentos–, que no había leído ni la primera línea de la novela, abrió el fichero en su ordenador y, con la enorme pantalla delante, comenzó a destriparla echando ojeadas aquí y allá como el buen cubero, que tasa a ojo el peso de una arroba de judías. Comenzó –como se suele comenzar– por el principio, es decir, la frase de marras, que yo había situado en ese punto con la –evidente– intención de epatar al lector, de abrirle el gusanillo por decirlo de alguna manera.
Pota Muerta, al que no se le pasó por alto el truquillo, hizo vibrar sus rizos como los calamares de pega hacen vibrar sus tentáculos, preludiando una de sus eximias declaraciones: ¡Pero hombre –es cierto, soy un hombre–, se te ve demasiado el plumero! Esas fueron sus palabras exactas: se te ve demasiado el plumero. Yo, que no sabía a lo que se estaba refiriendo y me hallaba a la expectativa, sonreí estúpidamente. ¿A qué te refieres? Él, ajustándose las gafas de culo de vaso al entrecejo, perfiló un ademán sutil con sus dedos sobre la barba, apenas un rudimento de semana y media, y me dirigió una mirada sarcástica. Pues porque estás matando moscas a cañonazos, hombre –soy, es cierto, un hombre–. Y prosiguió su ínclito razonamiento: mira, chaval –de un plumazo me había degradado en el escalafón–, en esto de la LITERATURA, los escritores suelen utilizar anzuelos, pero es que el tuyo es demasiado evidente. Anda, mira, mira alguno de los libros que he publicado, para que veas lo que es un anzuelo que no se nota.
Y me sacó tres o cuatro libros, en uno de los cuales la primera frase era un guión de diálogo seguido de un: Cállate. ¿Ves?, me dijo, ¿ves cómo empieza? En la primera línea le manda callar al lector, ¿no te parece genial? Hombre, titubeé, pues supongo que sí, es ingenioso. Él asintió, dándole un sorbo más que amplio a su lata. Claro, y mira este otro. Y me enseñó otro libro, en el cual Había la siguiente secuencia:
¿Entonces?
Entonces sí.
¿Sí?
Sí.
Sí.
¿Vale?
Claro que sí.
Sí.
Que sí.
Vamos.
Vale.
Vale.
Yo me quedé estupefacto, con el libro entre las manos, abierto como la vagina de una starlet del porno, y Pota Muerta me miró con una expresión interrogativa o dubitativa, no sabría cómo definirla, y luego miró con desprecio a su factótum, que sonreía estúpidamente, y yo miré al factótum y él me miró a mí y todos nos miramos, en definitiva, sin saber qué estaba pasando por la cabeza de los demás. Y yo intuí –ahora se me antoja– que Pota Muerta estaba vanagloriándose de sus juicios, que el factótum sospechaba que Pota Muerta pronto estaría lo bastante borracho para invitarle a cenar en un italiano de la calle Libertad, y yo me maravillaba de cómo un tipo así podía decidir sobre la carrera artística de tipos como yo. Pensaba, para ser más exactos, en que Pota Muerta debió de ser en algún momento un tipo honrado, uno de esos jóvenes con ideas innovadoras que por falta de talento terminan siendo agentes o productores o editores, y cómo la indecencia se había ido apropiando de aquel hombre joven lleno de ideas y energía hasta convertirlo en el cefalópodo embriagado que tenía delante, que basaba la literatura en trucos y que no se leía las novelas antes de hablar con los autores.
¿Ves?, me dijo, y yo lo que es ver, no he visto demasiado bien nunca, sobre todo desde que me diagnosticaron una enfermedad congénita –suena a genital– en la retina, no obstante inspiré y le devolví el libro animándole a continuar, y él dijo: ¿Ves cómo una idea original puede ser un buen comienzo, siempre que no se exagere? Y yo me pregunté qué idea original había en aquel inicio, aparte de la de no contar nada de nada en las once primeras líneas, y entonces Pota Muerta se recostó, le dio otro trago a su lata y soltó algo parecido a: ha jugado con las expectativas del lector. Eso dijo, y luego afirmó que un buen novelista siempre jugaba con las expectativas del lector, como un buen amante, eso aseguró, un buen amante con el que una tía no sabe nunca cómo va a continuar el asunto, ¿me explico? Eso dijo, y yo me imaginé la figura gordinflona de Pota Muerta sobre una de sus lectoras, sobre una de sus secretarias, sobre la espalda del factótum, sobre el esqueleto de un antílope, y decidí marcharme enseguida pero no lo hice.
Pota Muerta siguió leyendo. Yo bebí un sorbo de mi cerveza, el factótum comentó lo frías que estaban siendo las tardes últimamente, y luego me dijo que la lectora de mi novela había ido a su mesa de fámulo principal para señalarle la primera línea, esa de la starlet del porno, aunque no sé bien si quería decirme que a ella le gustó o que no le gustó, o que le pareció un truco facilísimo, o que a él le pareció un truco facilísimo o que le gustó o no, lo cierto es que Pota Muerta interrumpió nuestra plática. Bueno, el primer capítulo no me parece demasiado potente para comenzar el libro –tras hojearlo durante dos minutos y medio–, así que pasemos al segundo.
Pota Muerta leyó el comienzo del segundo capítulo y se echó a reír. Luego señaló el ordenador y dijo: mira, ésto tiene su gracia. Podíamos comenzar el libro por aquí. Y leyó en voz alta:
¿Quién no sabe lo que haría si acertase una quiniela, si fuera más alto, si tuviera el pelo rubio y los ojos azules o una polla de treinta centímetros? Pero nadie parece saber bien qué hacer con lo que tiene entre manos.
Pota Muerta sentenció: esto no se nota tanto, es más sutil. Y el factótum estuvo de acuerdo. Y yo no dije nada porque me estaban entrando ganas de vomitar. Luego Pota Muerta –de ahora en adelante P. M.–, tras haber decidido por dónde comenzaría mi novela, señaló: ahora vamos a echarle un vistazo global. Y tiró de avance de página hasta que encontró una palabra que le llamó la atención, en concreto el vocablo jazz y leyó lo que ponía y le pareció una mierda de juicio, porque yo decía que el jazz era una música negra o de raíz negra y él sabía de sobra –porque había sido músico de sesión– que el jazz era una música en la que había habido negros muy buenos, sí, pero que habían inventado los blancos. Entonces el factótum levantó la mano como un niño aplicado que se dirige a su profe y cuestionó la afirmación con la misma sonrisa sibilina de siempre, y Pota Muerta se rascó los rizos, al borde de un estallido de cólera, para pedirle que si no sabía de algo que por favor mantuviese la boca cerrada, porque el blues o el gospel o el rock 'n' roll sí que podían tener una raíz negra, pero que el jazz era harina de otro costal, porque una cosa era el color de piel de Miles Davis o de Charlie Parker o de Oscar Peterson o de Louis Armstrong o de Nina Simone o de Billie Holliday y otra muy distinta que ellos hubieran creado el jazz, y el factótum replicó con un tono bajísimo –de reptil o de lombriz o de larva de mosca–, que al menos reconociera que los negros habían sido los mejores intérpretes de jazz a lo largo de los tiempos y que eso TENÍA que significar algo, a lo que Pota Muerta saludó con una carcajada, tachándole de ignorante, porque si él no conocía a músicos blancos, amarillos o indios de jazz no significaba que no los hubiera, y dijo que Tete Montoliú había hecho tanto por el jazz moderno como el mismísimo Thelonious Monk. Y después de aquello, P. M. bebió lo que quedaba de su cerveza y le ordenó al factótum que bajara a por otras tres al chino de abajo, y el factótum se fue y volvió y P.M. continuó demoliendo mi novela con extractos que sacaba de aquí y de allá, que si esto es mentira, que si esto es infantil, que si esto está mal escrito y la crítica nos va a dar candela por el culo, eso dijo, porque los críticos eran una panda de cabrones que confundían un idiolecto con una mala escritura, aunque mi idiolecto, según su juicio –y él se manifestaba a favor de las innovaciones lingüísticas, que quedase claro– estaba muy cerca de una escritura deficiente y me preguntó qué tenía yo que declarar al respecto.
Y yo le dije que lo único que sabía era que el reggae era la mejor música para follar, y P.M. se quedó callado, como si no pudiese creer que le estuviese contestando aquello a su sencilla pregunta, mientras el factótum se reía a escondidas, tapándose la boca, una sorda venganza contra su jefecillo de pacotilla, aquel tipo que se lo follaba a él y a un esqueleto de antílope en mis pensamientos, y P.M. reconsideró lo que le estaba diciendo y buscó reggae en mi novela y leyó lo que ponía y despachó la cerveza, asegurando que jamás había oído nada parecido. El factótum me preguntó si lo había experimentado en mis carnes y yo le dije que no, que me lo había dicho un rastafari puesto de maría hasta las cejas en San Francesc de Formentera, con la firme convicción de las propiedades afrodisíacas de todo lo que rodease a su cultura jamaicana, y que me había hecho tanta gracia que lo puse en la novela.
A renglón seguido me levanté, tendí la mano a ambos, y me largué del despacho, escuchando la voz de P. M. inquiriéndole a su factótum qué mosca me había picado, caminé unos pasos y me quedé quieto en mitad de la penumbra, pues salvo el despacho de P. M. el resto de las estancias de la editorial estaban a oscuras. Por nada del mundo hubiera apelado a P. M. o a su servicial criado –uno tiene su orgullo–, así que escuché el silencio que se instalaba en el despacho de P. M., escuché un sonoro eructo que no supe si atribuir a uno o al otro, me desplacé a pasitos cortos con las manos extendidas –émulo de Frankenstein, de la Momia, de los muertos vivientes– y antes de franquear el último umbral oí al factótum que interpelaba a P. M. con su voz de hippie bienintencionado. Al principio creí que le iba a decir que había estado grosero conmigo, que así no se trataba a los jóvenes autores –él también era joven–, pero sólo alzó su voz aún más humillada que de costumbre para recordarle al eximio P. M. –gurú de la literatura novedosa en castellano, shogum de los inicios con anzuelo, perito en raíces musicales de las corrientes modernas–, que aún no le había pagado ni un maldito euro de las seis cervezas Heineken que ha´biamos consumido aquella noche.
El feto Malayo