miércoles, 9 de septiembre de 2009

DEPOSICIÓN 1



Fue un descuido, nada más. No tenía nada que ver con su higiene, que era impecable, pero aquella mañana olvidó tirar de la cisterna. Nunca antes había visto sus deposiciones, pero allí estaba aquella, asomando entre una cordillera de papel blanco, que se mantenía a salvo de la humedad. ¿Qué sentí? ¿Cómo explicarlo? Llevábamos tres años viviendo juntos, y hasta ese momento había pensado que la amaba por encima de todas las cosas. Presumía de quererla como era, incluso cuando se mostraba terca, o descubría una de sus manías –dejaba los vasos de agua en cualquier sitio, o doblaba las páginas de mis libros, en lugar de utilizar un marcapáginas-. Pero la visión de aquella mierda agitó mi corazón como un latigazo. Aquello era parte de ella, y si yo la quería como pensaba, no podía sentir repugnancia. ¿O sí? Aquella caca desafiaba mis sentimientos. ¿Hasta dónde llegaba mi amor? Porque por mucho que me mintiera a mí mismo, aquella visión había sacudido mi estómago, y había provocado en mí la náusea de una mierda desconocida. Cuando yo mismo di rienda suelta a mi aparato excretor poco después, alcancé a ver con claridad. Mi caca era otra cosa; aquella mierda familiar, fea o bonita, me inspiraba ternura. No dejaba de ser una parte de mí mismo. Fui consciente de que la condescendencia que sentía hacia ella, hacia mi caca, nunca podría sentirla hacia la suya.

¿Qué le diría? Lo mejor sería inventar una amante.
Tiré de la cisterna y, embargado por la tristeza de las despedidas, empecé a hacer mi maleta.

Ann-Feta

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