Pedro Contreras es, sin duda, el poeta más práctico de toda la literatura hispánica, y con esa virtud debería aparecer en todos los manuales (como la empresa les va a tratar de demostrar a continuación). Él aprovechaba sus viajes cotidianos en tren a su trabajo para mirar ensimismado por la ventanilla y luego escribir unos haikus al ensimismamiento ferroviario. Hasta que un buen día llamó su atención la belleza pacífica de una muchacha que leía un libro de Comedias de Plauto. Le conmovió la delicadeza con la que aquella muchacha sostenía el libro sobre su regazo, y la delicadeza con que pasaba las páginas, como si en lugar de un libro tuviera un cachorrito, mientras de vez en cuando resoplaba para quitarse el flequillo que se le entremetía entre los ojos con cada tirón brusco del tren, e imaginó que, en vez de aquella comedia de Plauto, la bella muchacha tenía su libro de haikus entre las manos, y tanto le conmovió aquella escena que abandonó momentáneamente el tema del ensimismamiento ferroviario y decidió escribirle un soneto a aquella dulce lectora de Plauto. Con más o menos soltura compuso los dos primeros cuartetos.
Una muchacha hermosa lee a Plauto
y con su dulce mano delicada
pasa una hoja ensimismada;
parece que termina el primer auto.
y parece que entonces me mirara
¡oh espejismo!, pues ella resoplara
el flequillo de su pelo muy incauto.
Hasta que en mitad del segundo terceto se le ocurrió una idea insensata: coronar el último verso del poema con su número de teléfono.
Dos cinco tres nueve tres cuatro tres
Sin duda, un endecasílabo perfecto. Así que tenía que darse prisa en terminar su soneto de urgencia para entregárselo a la dulce y hermosa lectora de Plauto antes de que se apeara. Pero aquel maldito tres del último verso le complicaba como el demonio las consonacias finales de los tercetos, pues no se le ocurría más que “exprés” o “estrés” o “traspiés” o “ciempiés” o “Leganés”... y aquellas palabras no entraban ni con calzador. Una fuerte agitación poética le consumía. A punto estaba de terminar el soneto. Ya sólo le faltaba cuadrar el antepenúltimo verso.
Casi llegó a tiempo. En el momento en que estaba a punto de encontrar el ansiado consonante, para darle aquel soneto insensato con su número de teléfono como guinda, la bella viajera se disponía a marcharse. Pero ni corto ni perezoso, Pedro Contreras, se levantó, atajó su camino, más rojo que una sandía en sazón, y con las manos temblonas y la hoja llena de marcas de sudor, se lo entregó, sin que le arredrara demasiado ofrecerle una obra imperfecta. Se lo dio con la voz quebrada por la ansiedad. Y sólo le dio tiempo a decirle lleno de sofoco:
—Esto te lo he escrito para ti, así a matacaballo, porque eres muy guapa y muy culta. Lee sobre todo el último verso. Ya verás como te gusta. Es el mejor de todos.
No sabemos si por perfeccionismo excesivo de la bella lectora de Plauto, o por un sentido mínimo del sentido común, el soneto de Pedro Contreras acabó hecho un gurruño en la papelera de la estación, esperando que algún lector piadoso de estos haztemas se atreva a completarlo.
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